Te levantas de madrugada y, en la penumbra, contemplas tu rostro en el espejo. No sabes muy bien por qué, pero no te reconoces: la forma de los ojos, su nariz o su boca parecen distintos. Te acecha la sospecha de que el reflejo es de algo o alguien extraño, un intruso frente al que estás indefenso. Entonces eludes la mirada, antes de que el indefinido y distorsionado rostro muestre su verdadera naturaleza.