Reyes ingleses explosivos


Si una vida de santidad otorga un cuerpo incorrupto tras la muerte, capaz de emanar fluidos aromáticos, una vida pecaminosa debía tener un final opuesto. A veces, no bastaba con una muerte terrible, sino que debía alterarse también su reposo eterno. Como el cuerpo se pudría igualmente, la manera más eficiente de atacarlo era mancillar su memoria. Sin salir de Inglaterra, hay varios sonados casos donde los monarcas tuvieron un asqueroso final.

Guillermo I de Inglaterra

Mucho se escribió sobre la muerte y el funeral de Guillermo el Conquistador. Lejos de coincidir, cada uno de esos relatos cuenta cómo pagó en la muerte el daño que hizo su codicia y conquistas. En Historia Ecclesiastica del benedictino Orderico Vital, el aterrorizado monarca usa sus últimas palabras para arrepentirse de sus pecados, de la sangre derramada y la gravedad con la que ha tratado al pueblo, pero de poco le sirve. Sus médicos y su entorno cercano huye a su muerte para proteger sus propiedades, mientras sus siervos lo roban todo, dejando el cuerpo desnudo del monarca en el suelo. En la procesión funeraria, solo hay unos pocos clérigos y Herluin, un caballero que pagó por el embalsamamiento y por la carroza fúnebre, que luego se transporta por el Sena a Caen hasta que un incendio interrumpe la procesión. En la abadía, el obispo de Evreux ruega perdón a Dios por los pecados del difunto, pero un lugareño llamado Ascelin grita que esa tierra le correspondía por nacimiento y consigue un pago en compensación. Eso no era todo, ya que el corpulento cadáver era demasiado grande para el ataúd por lo que, al intentar introducirlo a la fuerza, sus vísceras salieron a través de su vientre. El hedor que no ocultaba ni el incienso obligó a acelerar la ceremonia.

Enrique VIII de Inglaterra


Enrique VIII murió el 28 de enero de 1547 y llegó a Windsor el 14 de febrero desde Westminster, haciendo una parada en Syon House, cuya iglesia tuvo que ser renovada para albergar su cuerpo. Según Gilbert Burnet en History of the Reformation of the Church of England, por su corpulencia, la hidropesía, o algún padecimiento similar, y el movimiento durante las dos semanas de viaje, el ataúd comenzó a expulsar fluidos. Las religiosas pensaron que era una señal divina de desagrado, mientras que otros aseguraban que los perros lamieron su sangre y grasa. Esto respondía al sermón del franciscano William Petow el 31 de marzo de 1532, el domingo de Pascua, contra el intento de anulación del matrimonio con Catalina de Aragón. Como profetizó Elías (1 Reyes 21:19), dijo que, si se comportaba como el rey de Israel Ajab, los perros lamerían su sangre al morir (1 Reyes 22:37-38). ¿Se cumplió su profecía? Se desconoce la fuente de Burnet, pero su polémico reinado fue pasto de este tipo de difamaciones y no parece un detalle presente en otras fuentes.

Isabel I de Inglaterra


En el manuscrito sobre la muerte de la reina, la cortesana Elizabeth Southwell, que le acompañó durante sus últimos momentos, contó cómo su cadáver explotó durante su velatorio. Sin embargo, se considera improbable que este suceso aconteciera realmente. Se trata de un manuscrito creado cuatro años después de la muerte de la reina por una católica conversa, tiene detalles que no pueden verificarse de manera independiente y nos ha llegado a través del jesuita Robert Persons, quien lo usó convenientemente para atacar la reputación de la difunta reina. 

Según cuenta Southwell, la reina gozaba de buena salud en el invierno de 1603, bailando, cabalgando y paseando a diario. Supuestamente, todo empeoró cuando aceptó una extraña moneda de oro perteneciente a una galesa que, mientras la llevó, no podía morir, viviendo hasta los 120 años. Por lo tanto, la idolatría de la reina al usarla causó que enfermara en 15 días, alucinando en la cama, sin comer ni dormir hasta morir el 24 de marzo. Entonces, cuenta cómo la reina no quería que se abriera su cuerpo para extraer el corazón, los pulmones y otros órganos, limpiado la cavidad y cauterizado la incisión con una antorcha. Posiblemente, querría permanecer como una reina intacta y que no estudiaran su útero, pues entonces los anatomistas creían que su tamaño y forma podía determinar su fertilidad. Según otras fuentes, fue cubierta en telas y sustancias preservadoras, cumpliéndose su deseo de no abrirla. A pesar de ello, Southwell es la única que afirma que no se cumplió su orden y fue abierta. Dado que fue enterrada el 28 de abril, es posible que la abrieran en secreto.

En el periodo desde su muerte al enterramiento no dejó de ser vigilada. Según Southwell, una de las noches, la cabeza y el cuerpo de la reina reventaron, liberando su aliento cadavérico, afirmando las mujeres que la custodiaban que, de no haber sido abierta, habría olido peor. Antes de alojarse en el ataúd de madera, el cuerpo permaneció en uno de plomo, donde se acumularon los gases. El ruido que oyeron las custodias pudo deberse a los gases que consiguieron liberarse de su contención, especialmente con velas encendidas cerca. Si realmente no fue abierta, este proceso de descomposición se habría acelerado. Aunque es posible que un hecho así fuera silenciado, también resultaba una anécdota excesivamente adecuada para quienes querían señalar la explosión como un castigo divino que solo pudo llegarle tras su muerte.

El nexo en común de estas historias son las divisiones existentes durante la vida de estos monarcas. La explosión de un cadáver no es un fenómeno imposible, especialmente si no recibe un tratamiento adecuado y se aloja en un recipiente hermético donde no puedan liberarse sus gases. No obstante, todos los textos tienen una intencionalidad y es necesario contrastar varios testimonios para distinguir qué pudo haber ocurrido realmente. Si no se hace, los bulos perduran como si fueran hechos, proporcionándonos una versión inadecuada de la historia.

Fuentes

  • Plumtree, J. (2011). Stories of the Death of Kings: Retelling the Demise and Burial of William I, William II and Henry I. Southern African Journal of Medieval and Renaissance Studies, 21, 1-30.
  • Wessex Archaeology (2003). An Archaeological Evaluation of a Bridgettine Abbey and an Assessment of the Results. Syon House, Syon Park Hounslow.
  • Loomis, C. (1996). Elizabeth Southwell's Manuscript Account of the Death of Queen Elizabeth [with text]. English Literary Renaissance, 26(3), 482-509.
  • Loomis, C. (2010). The Death of Elizabeth I: Remembering and Reconstructing the Virgin Queen. Springer.
 

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