La olvidada práctica de dar opio a los bebés


El llanto de un bebé es una molestia necesaria que nos acompaña desde nuestros ancestros primates. No saber qué quiere, si tiene hambre, le duelen los dientes, necesita cambiar de pañales o tiene alguna otra molestia, junta la ansiedad con la habitual falta de sueño. No es de extrañar que los sumerios lanzaran amenazas pasivo-agresivas de llamar a un demonio. Por ello, el opio ha sido un recurso requerido desde hace milenios para calmar a los bebés.

Narcosis en la antigüedad


Ya en el papiro de Ebers (s. XVI a.C.), se recomendaba mezclar y tamizar las cápsulas de amapola y excremento de avispa en las paredes para aplacar el llanto del bebé, pudiendo usarse durante cuatro días. Además, el Corpus Hippocraticum (s. V a.C.) establecía como enfermedades tanto la falta de sueño (Vigilia) como el dolor por el crecimiento de los dientes. Galeno recomendaba que la actividad del bebé fuera moderada y cómoda para no molestarlo y advertía contra el uso de opio, pues podía extinguir la respiración. El médico persa Al-Razi indicaba que la causa de la falta de sueño era la leche insalubre de la madre y que necesitaba beber un jarabe de amapola y frotarle la frente y las sienes con aceite de opio y azafrán. Avicena recomendaba, si es posible, administrar un remedio de amapola amarilla, blanca, semillas de hinojo y anís, con un tercio de opio o menos si quería potenciarse.

Durante siglos, y apoyándose en estos precedentes, el opio se recomendaba para la falta de sueño o la diarrea. Por ello se mezclaba con otros ingredientes, como la miel y especias como la nuez moscada, ek azafrán o la canela, para camuflar su sabor. Para el cirujano lipsiense Michael Ettmüller, los opiaceos eran una panacea que servía para todo, pero otros se mostraban más cautos. George Amstrong, fundador del dispensario de Londres en 1769, consideraba que el opio era muy pernicioso, especialmente si se usaba día y noche para que los niños no molestasen. El médico suizo Christoph Girtanner añadía que la falta de sueño podía ser el síntoma de una enfermedad subyacente, por lo que dormirlos tan solo la ocultaba. El obstetra londinense Michael Underwood incluso consideraba cruel calmar a un niño con este tipo de jarabes. No obstante, como con la alimentación artificial, había opiniones para todos los gustos.

Destete y separación materna


Llegado el momento, desde al menos la época de Sorano de Éfeso (98-138 d.C.), la costumbre era destetar al niño cubriendo el pezón en sustancias amargas o malolientes, como la mirra, poleo, mostaza, aloe, ajenjo o vino y brandy. Durante la industrialización, las madres pobres que tenían que trabajar no podían permitirse a una nodriza ni destetar al niño, por lo que mantenían el amantamiento pero en intervalos más largos que prolongaban con opio. Esto provocó muchas muertes, no tanto por sobredosis sino por inanición, ya que el bebé no solicitaba alimento.

Los dientes


Desde Sorano de Éfeso y Galeno hasta el siglo XVIII, las encías de los niños se han frotado con cerebros de liebre. Posteriormente, se seguirían las recomendaciones de Plinio el Viejo y Ambroise Paré, que en 1649 recomendaba cortar las encías con un bisturí para facilitar la salida de los dientes. Para combatir el dolor, la solución era la misma que para la falta de sueño: el opio, normalmente administrado como láudano. La mortalidad llegó al 10%, entre inflamaciones, convulsiones, fiebres e irritaciones del tejido nervioso. En Inglaterra, en 1839, hubo 5016 muertes atribuidas a dentitio difficilis, 709 solo en Londres. A pesar de ello, aún se podía observar recomendaciones quirúrgicas o narcóticas para la salida de los dientes en 1856.

Matanza de los inocentes


La práctica de dormir a los niños con calmantes ha existido en Europa desde la Edad Media, cuando los comerciantes venecianos dominaron el comercio entre Europa y Oriente. Posteriormente, la Compañía de las Indias Orientales aseguró su control en su origen, provocando simultáneamente las guerras del opio en China. De esta manera, se pudo abastecer el suministro y conservar los remedios tradicionales. Aunque eran conocidos los riesgos, la costumbre se mantuvo durante más tiempo del necesario, como en los países germanófonos, donde se conservó la práctica de mojar el chupete en jarabe de amapola o mezclarlo con la sopa hasta principios del siglo XX. Por supuesto, ha sido una práctica muy criticada, tanto por la irresponsabilidad de quienes querían desatender a los bebés como por quienes, por su falta de cuidado, mataron a bebés. Estos sucesos solían compararse con la matanza de los inocentes de Herodes el Grande.

El riesgo de este remedio partía de varios factores. Por una parte, la fórmula del jarabe era variable, con contenidos de opio que iban del 3-21% y, por tanto, no estaban sujeta a la misma dosificación; el uso continuo llevaba a la tolerancia, por lo que las dosis útiles son mayores y, por otra parte, hacía falta agitarlo lo suficiente para que no se sedimentara. Como era habitual la automedicación, las muertes o el síndrome de abstinencia también eran frecuentes. Incluso algunos médicos sugerían que algunas discapacidades cognitivas podrían haber sido resultado de un uso irresponsable del opio. Para contrarrestarlo, los médicos usaban exitosamente eméticos para provocar el vómito o galvanismo durante horas para contrarrestar la apnea del láudan

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Fuente

  • Obladen, M. (2016). Lethal lullabies: a history of opium use in infants. Journal of Human Lactation, 32(1), 75-85.
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