El intento de la Rusia zarista de regular la prostitución
En 1843, debatiéndose entre prohibir y la descriminalizar la prostitución, el ministro de asuntos internos de Rusia vio inevitable tomar el camino intermedio de regularla. Con ella, las prostitutas se identificaban con una tarjeta amarilla, debiendo realizarse controles médicos periódicos y supervisándose la actividad de los burdeles.
Un serio crimen
Durante el siglo XVII, la prostitución era un serio atentado contra la moral
pública, equivalente al robo o la violencia. Pedro I no solo prohibió a las
mujeres cerca de los regimientos, sino que ordenó acabar con los locales
sospechosos de San Petersburgo. Estas políticas comenzarían a cambiar en
Europa cuando se comprendió que controlando a las prostitutas se podría
combatir la propagación de enfermedades venéreas como el sífilis. Esto no
significaba que su trato mejoraría. Gracias a los testimonios de los
infectados, se las encontraría y encerraría en centros como el hospital
Kalinkin, deportándolas a trabajar en las minas siberianas si tras el
tratamiento no tenían ninguna forma de mantenerse. El amarillo se asoció al
oficio gracias a Pablo I, quien las obligó a vestir de amarillo para
señalarlas. No obstante, a pesar de sus condenas públicas, la prostitución
prosperaba con los permisos de las autoridades.
Tolerancia y control
Tomando como ejemplo la brigada antivicio (police des moeurs) parisina
y con el intento del zar Nicolás I de estandarizar y burocratizar la sociedad
rusa, se comenzó a regular oficialmente la prostitución. Como contaba
Alexandre-Jean-Baptiste Parent-Duchâtelet, era un mal necesario imposible de
prohibir, pero que había que manejar en pos de la salud pública. Esta medida
acabó con las mujeres exiliadas a Siberia, con ropa identificativa y las
palizas habituales. La implantación sería promovida por la iglesia ortodoxa
rusa, que admonestaría a sus fieles, y las autoridades locales. Sin embargo,
estos señalaban que estas enfermedades no las transmitían exclusivamente las
prostitutas, sino también el personal militar, los trabajadores estacionales y
las esposas de los soldados, por lo que había que controlar también las
tabernas, fábricas y cuarteles.
Este sistema comenzó en otoño de 1843 en San Petersburgo y le siguió Moscú el año siguiente. Aunque las normas eran comunes para todo el imperio, algunas ciudades podían tener normas específicas ajustadas a sus necesidades. Este plan tenía un cariz paternalista que, además de contener las enfermedades, quería acoger a las mujeres descarriadas, pues asumían que habían sido corrompidas por hombres malvados. Este razonamiento partía de la idea de que solo el hombre sentía deseo y la necesidad de desfogarse, al contrario que las mujeres. De esta manera, una mujer con libido era antinatural, aunque trágicamente necesaria. No obstante, al ser una sociedad autocrática, a diferencia de Francia, estos controles solo limitaron aún más su libertad. Adicionalmente, mantenía el sistema patriarcal de tres niveles, encabezado por el zar, los señores y los padres de familia, además de un sistema de servidumbre, donde incluso los trabajadores de las ciudades seguían considerándose campesinos. Se percibía que muchas de estas mujeres estaban fuera de este sistema patriarcal, por lo que este programa las acogía bajo el paternalismo estatal.
El plan obligaba a exámenes médicos semanales, debiéndose informar
inmediatamente al hospital si se descubría algún signo de enfermedad venérea.
También se ofrecían consejos de higiene personal tanto en el trabajo como en
su vida personal, el requisito de revisar los genitales y ropa interior del
cliente y la prohibición de trabajar durante la menstruación, pero no eran
consejos viables en la práctica. Las prostitutas solo podían ejercer si
poseían la tarjeta amarilla identificatoria. Tenerla era una garantía para los
clientes, que sabían que habían pasado un control médico, y evitaba que ellas
fueran detenidas por la policía, aunque esta seguía controlándolas para
comprobar que la tenían. Aquellas que no la poseían, ya fuera por actuar
clandestina o puntualmente, tenían el riesgo de ser arrestadas. En ocasiones,
aquellas que habían ejercido este empleo en el pasado seguían registradas,
pudiendo ser detenidas si no tenían la tarjeta. También podían serlo aquellas
que nunca lo hubieran ejercido pero generaran las sospechas de la policía. En
1889, en Rusia había registradas entre 17600 a 30700, aunque se calculaba que
las cifras reales eran diez veces mayores.
En los burdeles, solo se permitían mujeres, sin niños viviendo con ellas, y
que tuvieran entre 30 y 60 años. La madame también debía mantener el orden y
controlar el consumo de bebida, el uso excesivo de maquillaje y promover la
higiene. Además, con el fin de mantener la decencia, debía evitar los ruidos y
cerrar los domingos y las fiestas eclesiásticas hasta el almuerzo. Tampoco
podía permitir el acceso de menores de 16 y estudiantes ni retener a las
trabajadoras contra su voluntad. Para promover que estas también controlaran
las enfermedades venéreas, los tratamientos serían gratis si informaba
prematuramente, pues en caso contrario sería el burdel quien correría con los
gastos. Para evitar el trabajo clandestino, también debían ser examinadas sus
hijas, familiares femeninos y criadas. Por último, no podía usar remedios
caseros, solicitar curanderos ni practicar abortos.
Posteriormente, los hombres fueron examinados periódicamente, pero los controles no fueron tan exhaustivos. En general, este tipo de valoraciones se enfocaba en las clases bajas, especialmente en delincuentes.
Discriminación y nuevas restricciones
La emancipación de 1861, por la que los campesinos rusos abandonaron la dependencia de sus señores, también afectó negativamente a estas mujeres, pues, cuando tenían que identificarse ante caseros o los patronos, solo podían identificarse con las tarjetas amarillas. Por una parte, esto limitaba el futuro de las prostitutas pero, por otro, trabajar en las fábricas también lo hacía, pues cobraban una fracción del ínfimo sueldo de los hombres. En algunos casos, la prostitución era una opción con más posibilidades de prosperar, aunque el alcoholismo, las enfermedades, los proxenetas, los arrendadores y la esclavitud en los burdeles limitaban la promesa de una vida mejor.
Las restricciones sobre las prostitutas aumentaron con el fin de mantener la
decencia. A razón de ello no podían ir en grupos, mostrarse impropiamente por
las ventanas, tocar a los transeuntes o llamarlos. Tenían prohibidos los
palcos en los teatros o no podían vivir más de dos en un apartamento. El
segmento de edad para las mujeres se limitó entre los 35 y 55 años y los
burdeles debían ofrecer alojamiento, comida sana, luz, calor, ropas y sábanas
sin quedarse más de tres cuartos de sus ganancias. Como muchas eran
analfabetas, ahora la policía llevaba un registro de sus posesiones, pues los
burdeles registraban deudas falsas a las trabajadoras que nunca vencían.
Además, las madames debían estar libres de cargos criminales.
Niños
La prostitución infantil quedaba fuera del sistema, pero seguía operando y
sirviendo de fuente de ingresos para sus padres o para los propios niños al
bord de la inanición, especialmente cuando ganaban más que un adulto. No solo
estaban expuestos a los abusos de pederastas, sino al consumo de alcohol y
tabaco. Por otra parte, aunque la tarjeta amarilla hubiera permitido un
control, implicaba aceptar esta realidad.
Salvadores
Desde la óptica antes descrita, fueron surgiendo desde la izquierda política
radical quienes pretendían salvar a las mujeres de este oficio, pero chocaron
con un problema que no tuvieron en cuenta: esta era una opción económica para
las mujeres de clase baja. No concebían por qué razón una mujer podría querer
elegir este trabajo. Las feministas consideraban que las leyes jugaban en
contra de su independencia y se oponían a la regulación de la prostitución,
pues percibían su control como una opresión. Aunque muchas críticas sobre la
regulación y el control que ejercía sobre las vidas de las mujeres eran
sólidas, las alternativas ofrecidas no lo eran tanto. Mientras tanto, los
regulacionistas debían admitir que el sistema no era tan efectivo como
deseaban y ejercía un mayor control sobre las mujeres que sobre las
enfermedades y abusos que pretendían combatir. Su efectividad fue lastrada por
la burocracia, la falta de fondos, los servicios sanitarios insuficientes y
los conflictos políticos.
Fuente
- Bernstein, L. (1995). Sonia's Daughters: Prostitutes and Their Regulation in Imperial Russia. Berkeley: University of California Press.