Liberadas de la corsetería: la lucha contra las vestimentas restrictivas de mujeres en el siglo XIX
La vestimenta femenina occidental del siglo XIX es conocida por sus vestidos con faldas largas, enaguas, miriñaques, pololos, polisones y corsés, entre otros muchos complementos que convertían a las mujeres en presas de la moda, tanto por la necesitada adherencia a ella como por su limitación de la movilidad. Al tiempo que esta evolucionaba, surgió una tendencia desde distintos ámbitos que abogaba por un cambio radical que proporcionara libertad y salud a las mujeres.
Esclavas de la moda
Antes que nada, hay que entender que París seguía siendo el referente de la moda, por ridícula que fuera. Desde ahí se extendía gradualmente a los países vecinos y cruzaba el Atlántico. Debido a la rigidez de la posición y responsabilidades de los hombres y las mujeres, cada uno debía encajar con lo que se esperaba de ellos. En el caso de las mujeres, su lugar era el hogar y la crianza, desaconsejándose cualquier acción impropia de su sexo. Se consideraba literalmente el sexo débil, pues cualquier actividad propia de los hombres se advertía como una amenaza para ellas. Por lo tanto, que cada uno se limitara a unos roles específicos, con una posición y vestimenta específica, se observaba como parte del orden natural.
Del mismo modo, cada lugar tenía su código de vestimenta. En la privacidad del hogar, la vestimenta era más sencilla, pero esta era impropia para salir en público. La actividad también justificaba los distintos tipos de vestimenta. La ropa de una campesina que trabajase en el campo no cambiaba tanto respecto a la que usaba en su casa. Dejando a un lado estos motivos, el cumplimiento de las normas de vestuario se interpretaban como un reflejo de la moralidad femenina. Como ocurría con las prostitutas, una mujer ligera de ropa era tratada como una mujer ligera de cascos.
Además, la moda tenía un importante fin social en las clases altas, por lo que debían saberse las normas para conocer qué vestir en cada momento y saber lucir las tendencias del momento. De no hacerlo, también podría repercutir en la reputación del esposo. Esta excesiva adoración por la ropa estaba mal vista en la ética protestante, que defendía la simplicidad, pero desaconsejaban cualquier reforma extrema, pues preferían a la mujer en una posición secundaria, que no destacase.
Tiempos de cambio
Esta era la situación en Europa occidental y América, pero en Europa oriental y Oriente Medio los códigos de vestimenta eran diferentes. En el este de Europa, era más común ver a mujeres con pantalones o faldas cortas con botas, mientras en Oriente Medio eran típicos los pantalones anchos para hombres y mujeres. El contacto con otras culturas permitió adoptar puntualmente algunas de sus ropas. No obstante, las vestimentas, como los pantalones turcos, se limitaban mayormente a obras de teatro, fiestas de disfraces o a entornos informales. Eso no excluía que, en algunos entornos cerrados, como los sanatorios, las trabajadoras usaran pantalones.
Para ganar mayor aceptación, lo que necesitaban era una justificación importante para el cambio y esa era la salud. El siglo XIX fue revolucionario en el ámbito sanitario, tanto en el abandono de terapias tradicionales inefectivas como en la creación otras nuevas, que incluían nuevas ramas de la medicina y profesiones sanitarias. Fue una época de innovación y experimentación. No todas las nuevas terapias funcionaban ni eran una panacea, pero incluso de los fracasos se aprendía algo. Entre ellos se encontraban sistemas de medicina alternativa, como la homeopatía y el thomsonianismo, que se oponían a la medicina tradicional de la época. En estos, así como entre los practicantes de la frenología e hidropatía (i.e. hidroterapia), se aceptó la participación de las mujeres y extendió entre estas las nuevas prácticas.
Estos eran sistemas que abogaron, entre otras cosas, por el ejercicio físico, pero las prendas femeninas tradicionales no facilitaban su desempeño. La idea central es que la salud se obtenía mediante el aire fresco y el ejercicio, como los antiguos griegos y romanos, que disfrutaban de él sin ropas restrictivas. A pesar de que sus defensores afirmaban que el corsé corregía deformaciones, sus detractores señalaban que alteraba la forma natural de las mujeres. Las faldas largas barrían el suelo y llevaban al hogar toda la suciedad de la calle. Las enaguas, los miriñaques, los polisones y las colas eran pesados o se movían con el viento. Por otra parte, era demasiado fácil tropezarse con las faldas en las escaleras y, en general, se creía que el calor de la ropa debía afectar a la salud. Con el aumento de la presencia de mujeres de clase media en el ámbito académico y laboral, era más común encontrarse con quienes veían en estas ropas una molestia innecesaria o tuviera intereses ajenos a la moda.
La reforma del vestido se convirtió en una reclamación típica de las feministas y defensoras del movimiento por la templanza, que fueron criticadas y ridiculizadas por llevar públicamente pantalones o pololos. Dado que se tenía en mente que la ropa de cada sexo era la propia de sus funciones tradicionales, se temía que las mujeres tomaran la posición de los hombres y estos tuvieran que centrarse en el hogar. Por engorrosa que fuera, la ropa tradicional, con cinturas estrechas que resaltaban el busto y el trasero, dejando a la imaginación lo que ocultaba cualquier prenda interior a la vista, tenía una intensa carga erótica. La reforma suponía un cambio de paradigma.
No obstante, estas exigencias no siempre se encontraron con reticencias, pues las respuestas eran mixtas, incluyendo a sastres que optaron por un camino intermedio, simplificando las prendas tradicionales. La reacción entre las mujeres, incluyendo las partidarias de la reforma, también fue variada. No todas adoptaron exclusivamente el pantalón y era habitual llevarlo por debajo de una falda corta. Con la popularización de la bicicleta, se adoptaron nuevos tipos de falda, como las falda Harberton, que estaba dividida, y la falda Wilson, que se basaba en los pantalones masculinos japoneses. Con todo, los cambios fueron aceptándose desde finales del siglo XIX hasta principios de la Primera Guerra Mundial, aunque el desarrollo de la vestimenta femenina seguiría durante el siglo XX. Sin buscarlo, esta reforma daría pie a una lucha contra la uniformidad del vestuario masculino.
Fuente
- Cunningham, P. A., & Cunningham, P. A. (2003). Reforming women's fashion, 1850-1920: politics, health, and art. Kent State University Press.