¿Cómo concebían a los extraterrestres antes del siglo XX?


Conforme quedaban menos tierras desconocidas que descubrir en los mares, los catalejos se sustituyeron por telescopios que desviaran la mirada al cielo. Según se descubría más del espacio exterior, más hablaba la prensa y la ficción de especies extraterrestres, como los selenitas de la Luna y los marcianos de Marte. Pero, a pesar de todo, la idea de mundos lejanos habitados no se inventó en el siglo XIX.

Cosmos único o múltiple


En la antigua Grecia, el debate filosófico se disputaba entre la pluralidad de mundos. Por una parte se encontraban los atomistas como Leucipo de Mileto y Demócrito (c. 460-370 a.C.), quienes defendían que el movimiento constante y aleatorio de los átomos infinitos podría formar múltiples universos. De esta manera, si se pudo formar nuestro universo, no había ninguna premisa que impidiera la existencia de otros. Epicuro (341-270 a.C.) y Lucrecio (c. 99-55 a.C.) mantuvieron la misma opinión siglos después. Por otra parte, tanto Platón (c. 427-347 a.C.) como Aristóteles (384-322 a.C.) concebían un cosmos originado por un demiurgo que fuera único, limitado y con un propósito.

El cristianismo mantuvo este rechazo a la pluralidad de mundos. Tan solo Orígenes de Alejandría tenía una concepción distinta que implicaba la sucesión de cosmos, señalando que antes de la creación de este hubo otro anterior y que, a su vez, cuando este llegue a su final, posiblemente le seguirá otro. Agustín de Hipona rechazaba esta idea. Relaciona el espacio-tiempo, señalando que si hubiera creado una pluralidad de espacios, también habría hecho lo mismo con el tiempo. No solo no concibe el tiempo sin el movimiento de la materia, especialmente de los cuerpos celestes, sino que, teniendo en cuenta su rechazo a la metempsicosis o transmigración de las almas, la concepción de Orígenes entraría en conflicto con la vida eterna de los santos.

Alberto Magno (1193/1206-1280) y su alumno Tomás de Aquino (1225-1274) sostenían que, aunque la omnipotencia divina le permitiría crear múltiples mundos, la creación debía ser única y perfecta para ser un reflejo de Dios. Ambas cualidades serían necesarias para una creación ordenada. En esa misma época se compartieron libremente opiniones que apoyaban la capacidad de Dios de crear múltiples mundos. A pesar de ello, aún apoyando esa posibilidad, muchos autores, como Guillermo de Ockham (c. 1280/1288-1349) o Nicolás Oresme (c. 1323-1382), rechazaban que esa realidad existiese. Además, en 1277, el obispo de París Étienne Tempier condenó la dominancia del pensamiento aristotélico, especialmente la interpretación de Tomás de Aquino, y los razonamientos que pudieran delimitar las acciones potenciales de Dios . Una de las proposiciones condenadas se refería a que Dios no podía crear varios mundos, ya que limitaba el alcance de su poder.

Esto no quiere decir que no estuvieran abiertos a especulaciones. Oresme omitió una sección de Le livre du ciel et du monde donde imaginaba una serie de mundos concéntricos, cada uno con su propio Dios supervisor, o de mundos en la Luna o más allá. Guillermo de Vorilong (1390-1463) argumentaba que unos mundos infinitos, con distintas especies y repartidos por el cielo, podrían aumentar la perfección de la creación. Razonaba que solo se podría saber de ellos a través de medios divinos o revelaciones angelicales, que no existiría allí el pecado original y que sus habitantes habrían sido transportados allí como Enoc o Elías al paraíso terrenal. No obstante, señalaba que no sería adecuado para Cristo ir a otro mundo a morir. Nicolás de Cusa (1401-1464), que establecía que la Tierra podía ser una estrella, infería que en otras estrellas podría haber vida diferente a la conocida, asignándoles distintas características según el cuerpo celeste que habitaban.

Aunque este debate no era habitual en el resto del mundo, en China, Deng Mu expresó en Po Ya Ch'in (1000 d.C.) que, por muy grandes que sean el cielo y la Tierra, son como un grano de arroz en el espacio. Al igual que en un árbol hay muchas frutas y muchas personas en un reino, suponía razonable pensar que haya otros cielos y tierras.

Vida extraterrestre

Lo que era una concepción minoritaria se extendería progresivamente con el cambio de mentalidad religiosa y filosófica del Renacimiento y los descubrimientos astronómicos de Galileo, Kepler y Copérnico, por el que la Tierra y, por extensión, muchos otros cuerpos, podían ser planetas habitados, no estrellas. El reformador luterano Felipe Melanchthon (1497-1560) se opuso a las implicaciones del heliocentrismo por el que otras estrellas podían tener sus propios planetas, advirtiendo contra la idea de que Cristo naciera, muriera y resucitase en otros mundos.


Estas ideas se consideraban heréticas, como demuestra la quema en la hoguera de Giordano Bruno (1548-1600), condenado por, entre otras cosas, defender la existencia de infinitos sistemas solares habitados y la posesión de alma a todos los cuerpos celestes y el propio universo. Galileo Galilei (1564-1642) se mostraría más cauto en sus afirmaciones. Aunque descubrió varias lunas de Júpiter y observó que había más estrellas de las que se conocían, revelaba que él no se veía capacitado para afirmar o negar la presencia de seres vivos en estos. Johannes Kepler (1571-1630), aunque intentó reconciliar empíricamente el heliocentrismo con el diseño divino a través de los sólidos platónicos y rechazaba algunas de las opiniones de Giordano Bruno, aceptaba que Júpiter, sus lunas o los posibles planetas que rodearan las estrellas estuviesen habitados. No obstante, John Wilkins fue inspirado por Kepler para idear un viaje hacia la Luna.


René Descartes (1596-1650) negaba la concepción atomista de la pluralidad de mundos, señalando que no estaban compuestos por distintos tipo de materia. Adicionalmente consideraba improbable que todas las cosas fueran creadas para los terrestres. También niega la existencia del vacío, concibiendo los sistemas solares como un remolino que atrapa a la materia. Aunque Descartes no mencionaba los planetas en estos remolinos, ya que nunca se pronunció al respecto, sus teorías eran compatibles con su presencia en ellos.

Bernard Le Bovier de Fontenelle (1657-1757) explica en el popular Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos (1686) que todos los planetas, incluyendo las lunas de Júpiter, están habitados, señalando las características de cada uno. Este era un contraste con la visión, publicada póstumamente, de Christiaan Huygens (1629-1695), quien establecía que los extraterrestres tenían similitudes como las matemáticas, las virtudes o los sentidos. Ambos excluyen la vida de la Luna, pues las condiciones climáticas observadas por la ausencia de nubes lo presentan como un entorno actualmente hostil. En contraste, el reverendo William Derham (1657-1735) opinaba que la Luna tenía atmósfera y océanos. A diferencia de Fontenelle, cuya obra fue prohibida por la iglesia católica desde el año 1687 al 1825 y de nuevo en el 1900, o de otros autores que se mostraban cautos en sus afirmaciones, Derham usaba la astronomía para apoyar el poder, sabiduría y la existencia de Dios.

Richard Bentley (1662-1742), discípulo de Isaac Newton, intentó conciliar las teorías de su maestro con la pluralidad de mundos, sus habitantes y la religión cristiana. Para ello interpretó que la posición de la Tierra, ni demasiado cerca ni lejos del calor del Sol, había sido producto de una decisión divina. A su vez consideraba que los planetas, desde Mercurio hasta Saturno, estaban habitados, por lo que dedujo que la densidad, textura y forma influían en las leyes de la vida, que variaban en los planetas al gusto divino de forma incomprensible para nosotros.

Vida inteligente


En la segunda mitad del siglo XVIII, las observaciones superan los confines del Sistema Solar. Se estudia la Vía Láctea como una estructura única y las nebulosas lejanas como otros universos. Por ello, las estrellas, y sus posibles planetas, ganaron protagonismo. 

Para Thomas Wright (1711-1786), las estrellas girarían en torno al Ojo de la Providencia igual que los planetas alrededor de las estrellas. Además concebía otros universos con la misma configuración. Dado que la propia Vía Láctea tenía un número inmenso de estrellas, el número de extraterrestres también debía serlo. Incluso podían ser superiores a los humanos, más cercanos a Dios. En su juventud, Immanuel Kant (1724-1804) compartía algunas de sus ideas. Entendía que la creatividad y el poder ilimitado de Dios habría sido desaprovechado si hubiera concentrado todos sus esfuerzos en un pequeño punto del universo. 

Thomas Dick (1774-1857) apuntaba que la magnitud y similitud de los planetas permitía que fueran habitados por un gran número de seres, ya que todos los lugares de la naturalez está destinado a albergar seres vivos. Uno de sus logros fue calcular la población potencial de los cuerpos celestes tomando su superficie y multiplicándola por la densidad de población de Inglaterra. En base a esto, el Sistema Solar albergaría hasta 21 894 974 404 480 habitantes.

El astrónomo Johann Heinrich Lambert (1728-1777) hizo una afirmación única hasta entonces ante su mecenas: los cometas estaban habitados por astrónomos extraterrestres, quienes los construyeron para observar los cielos. Esta creencia se basaba en la bondad divina que debía expresarse de múltiples formas, otorgándole un propósito a todos los elementos del universo. Asimismo, a diferencia de otros astrónomos, no compartía la visión del universo infinito. 

El músico y astrónomo William Herschel (1738-1822), que calculó la alturas de varias montañas lunares, planteaba la habitabilidad de la Luna. La observaba como un mundo lleno de posibilidades, sin volcanes o mares que llenen las praderas. Incluso planteaba que quizás la Luna pudiera ser el planeta y la Tierra el satélite. Interpretó que los mares lunares eran bosques de mayor tamaño que los terrestres, caminos, canales y pirámides. Para él, los cráteres los eran obras de arte. Se postula que la construcción de enormes telescopios que le permitió descubrir 25 nebulosas se debía a su interés por encontrar vida inteligente. Además de esto, también consideró la presencia de vida en el Sol, que seríamos incapaces de detectar por su resplandor. De esta manera, en el interior del Sol tendría una esfera oscura, fría y sólida ocultada por una densa capa de nubes. Alrededor habría una capa externa que produciría luz y una interna que la reflejaría. Para facilitar la vida, establecía que el Sol producía rayos lumínicos y caloríficos. Estos últimos solo generarían calor al entrar en contacto con un material especial.

Salto a la literatura

Christian Wolff, seguidor de Leibniz, calculó que los jupiterianos debían tener grandes ojos para compensar la menor cantidad de luz solar y que, en proporción, también serían más altos que los terrestres. Esta demostración le pareció tan ridícula a Voltaire que adoptó su absurdo planteamiento en su cuento Micromegas, donde un extraterrestre de Sirio es expulsado de su planeta y visita nuestro Sistema Solar. No obstante, Voltaire (1694-1778) no fue el primero en visitar mundos lejanos y a sus habitantes en sus obras. En Relatos verídicos de Luciano de Samósata (125-181) se presentaba a los alienígenas de la Luna y el Sol, gente hongo y cinocéfalos que cabalgaban bellotas voladoras en su camino para combatir por la conquista de Venus. En Icaromenipo, del mismo autor, visitaba a los espíritus de la Luna. En El otro mundo, Cyrano de Bergerac (1619-1655) visita personalmente la Luna y el Sol, exponiendo tanto las cosas en común como las diferencias de sus habitantes con los terrícolas.

A Voltaire le seguirían poetas como Alexander Pope, Thomas Gray, Edward Young, Samuel Taylor Coleridge, William Wordsworth y Alfred Lord Tennyson. El polifacético Benjamin Franklin (1706-1790) imaginaba seres o dioses superiores a los hombres en raciocinio, más poderosos y poderosos, que presidierían los distintos sistemas solares. John Adams (1735-1826), primer vicepresidente de los Estados Unidos, se maravillaba con los descubrimientos científicos que aseguraban que había vida en otros planetas, pero a su vez esto entraba en conflicto con sus creencias calvinistas. El astrónomo y primer director de la Casa de la Moneda de Estados Unidos, David Rittenhouse (1732-1796), aseguraba que no podía saberse como serían los seres de otros planetas, pero que podrían no haber conocido el mal y ser afortunados de no haber sido corrompidos por nosotros.

Conflictos y cambios religiosos


El prolífico científico y posteriormente místico sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772), quien fundó la Nueva Iglesia, aseguraba que había varias tierras con sus propios hombres, espíritus y ángeles. Además, para él Cristo solo se manifesto en la Tierra, donde transmitió su mensaje para que se expandiera desde aquí al resto del universo. En contraste, Thomas Paine (1737-1809) no optó por reformar la iglesia, sino por considerar incompatibles las doctrinas cristianas de la encarnación y redención con la vida extraterrestre. Dada la popularidad y accesibilidad de La edad de la razón, sus argumentos no dejaron indiferente a nadie e influyó en la extensión del deísmo que amenazaba a las organizaciones religiosas.

Por otra parte, A Series of Discourses on the Christian Revelation Viewed in Connection with the Modern Astronomy del reverendo Thomas Chalmers (1780-1847), basado en sus sermones, también alcanzó gran popularidad en Escocia. A diferencia de Paine, para Chalmers, el concepto pluralista coincidía con temas destacados de los evangelios. Consideraba que Dios actuaba en todo el universo al igual que lo hacía sobre el más pequeño de los microorganismos y que la presencia exclusiva de Cristo en la Tierra se debía a que era el único lugar donde habitaba el pecado. Como Swedenborg, establecía que si la acción de Cristo había permanecido durante milenios, también podría hacerlo a través de las distancias que separan los planetas.

Auguste Comte (1798-1857), creador del positivismo, a pesar de advertir a los científicos de la necesidad de la experimentación, aceptaba sin problemas la existencia de vida inteligente. De hecho, usaba a los extraterrestres para atacar a la religión, indicando que la Tierra no es el centro del universo, sino un planeta de un sistema estelar insignificante.

Para el movimiento transcendentalista de Ralph Waldo Emerson (1803-1882), los conocimientos astronómicos ensalzaban una nueva visión divina que relegaba a los humanos a una posición más humilde. Para Joseph Smith (1805-1844), fundador del Movimiento de los Santos de los Últimos Días, aceptaba en sus escritos la existencia de un universo infinito con vida inteligente repartida en planetas que orbitan otras estrellas. Igualmente aceptaba, basándose en la Biblia, que se habían creado y destruido mundos; que estaban gobernados jerárquicamente; que tenían sus propias leyes y límites; que Cristo hizo todos los mundos; que están habitados por pueblos diferentes; que los resucitados también residen en esos mundos; que los mundos existe en el espacio y el tiempo y que la redención de Cristo es universal. 

Después del Gran Chasco del movimiento millerista, por el que el mundo no llegó a su fin en 1843-44, Ellen G. White (1827-1915), de la futura Iglesia Adventista del Séptimo Día, comenzó a experimentar visiones. En ellas vio las lunas de Júpiter, de Saturno y sus anillos. Describió a sus bellos habitantes libres de pecado. Cuando en una visión preguntó a uno de esos seres por el origen de su perfección, este le respondió que se debía a la estricta obediencia a los mandamientos divinos. Este ser le prometió que si eran fieles, 144 000 de ellos tendrían el privilegio de visitar todos los mundos. Además de esto aseguraba que los ángeles caídos intentaron extender el mal por el universo, pero solo lo lograron en la Tierra.

En torno a las creencias personales, no solo podemos observar como las denominaciones religiosas se adaptaron a los nuevos tiempos, sino que también algunas personas adoptaron a lo largo de su vida posiciones opuestas. William Whewell (1794-1866), quien había apoyado la pluralidad de mundos, publicó anónimamente décadas después un polémico libro donde la ponía en duda debido a que reconsideró que sus argumentos no eran adecuados.

Descubriendo los principios de la vida


La teoría de la evolución permitía entender la vida en otros planetas sin recurrir a los argumentos teleológicos. Además, el descubrimiento de la espectroscopía reveló la composición del Sol y los planetas, mostrando que estaban compuestos por elementos presentes en la Tierra, por los que las leyes químicas de esta serían aplicables en el resto del universo. No obstante, dado que era un instrumento delicado, a veces se realizaban observaciones contradictorias sobre las condiciones para la vida en otros planetas.

Las afirmaciones científicas también eran susceptibles al cambio. Richard Anthony Proctor (1837-1888) alcanzó el éxito con su libro Other Worlds Than Ours (1870) y sus publicaciones populares donde defendía la vida en otros planetas, pero en varios ensayos publicados entre 1870 y 1875 ofrecía una postura afín a Whewell por la que en Marte no podría existir ningún tipo de vida conocida y, de existir, debían ser extremadamente diferentes. Esto ocurrió un par de años antes de que Schiaparelli describiera los supuestos canales de Marte que habrían sido construidos por una civilización marciana. Camille Flammarion (1842-1925), un popularizador de la astronomía aún más fecundo, defendió hasta su muerte la existencia de vida extraterrestre. Incluso ideó formas de comunicarse con el planeta rojo.

Aunque muchos defensores de la teoría de la selección natural defendían la existencia de vida inteligente extraterrestre, Alfred Russel Wallace (1823-1913), quien propuso la propuso de forma independiente a Darwin, consideraba que la vida en la Tierra una coincidencia única.

Resumen

En un principio, el debate trataba la existencia de múltiples mundos. Dada la falta de instrumentos especializados, la tendencia en uno u otro sentido dependía de la posición filosófica. En el Renacimiento, cuando se obtuvieron herramientas para observar el cosmos, la discusión trató sus límites, su estructura y la posibilidad de descubrir otras civilizaciones. Las posiciones filosóficas y religiosas fueron entrando en conflicto con las posturas científicas, aunque no eran universalmente irreconciliables.

Conforme avanzaba la astronomía, los seres fabulosos que habitaban las tierras lejanas y las antípodas fueron relegados a otros planetas. Este principio aún persiste, pues, aunque nos lo imaginemos con otro aspecto, los alienígenas siguen viviendo en los confines desconocidos del universo. Aunque Luciano de Samósata es el primer autor que habla de extraterrestres en sus sátiras, Nicolás de Cusa es el pionero en plantear su existencia como algo plausible.

Fuentes

  • Crowe, M. J. (2011). The surprising history of claims for life on the sun. Journal of Astronomical History and Heritage, 14(3), 169-179.
  • Crowe, M. J. (2008). The extraterrestrial life debate, antiquity to 1915: a source book. University of Notre Dame Press.
  • Schneider, J. (2010). The extraterrestrial life debate in different cultures. arXiv preprint arXiv:1003.0277.
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