Del mar a la montaña, el viaje bíblico de los fósiles
La humanidad ha encontrado restos fósiles desde tiempos inmemoriales, sin decidirse si eran seres vivos petrificados o piedras con formas curiosas. Cuando se hallaron con frecuencia con criaturas marinas, como bivalvos, peces y moluscos, en las montañas, recurrieron al diluvio universal para explicarlo, pero no sin detractores.
La idea de que las aguas ocuparan zonas distintas en el pasado tampoco era nueva. Al observar las conchas fósiles, Herodoto razonó que el mar llegaba desde el bajo Egipto a Menfis. El Valle de las Ballenas, donde quedan expuestos en el desierto huesos de ballenas prehistóricas y otras criaturas, están un poco más al sur. Aristóteles contemplaba que las zonas de mar y superficie deben haberse alternado varias veces y Eratóstenes postuló que su distribución era distinta en el pasado.
La novedad que introdujo el diluvianismo era, por una parte, aceptar tanto los mares ocuparon otras posiciones en el pasado como que los fósiles fueron seres vivos, aunque esta no fue una condición obligatoria en sus inicios. Durante siglos, se encontraron con múltiples escollos pero, como eran comunes con las teorías de sus críticos, su mayor limitante fue la Biblia. Se vieron obligados a remodelar sus tesis al enfrentarse a pruebas en su contra, pero siempre debía ser compatible con los textos bíblicos. En cambio, los antidiluvianistas no tenían esa carga.
El diluvianismo tuvo sus inicios en el siglo XIII, cuando el monje Ristoro d'Arezzo publicó Della composizione del mondo colle sue cascioni (1282), pero su auge ocurrió entre los siglos XVI y XVII, encontrándose rápidamente con la oposición de los eruditos. El núcleo de las teorías diluvianistas era la interpretación literal del relato del Génesis 6-9 y las exégesis de los padres de la iglesia, pero más allá de estos confines tenían libertad creativa. William Whinston defendió que el paso de un gran cometa habría provocado el cataclismo que castigó a la especie humana, mientras John Ray no descartaba que criaturas como los ammonites siguieran vivas en algún mar remoto. Dada su extensa colección de fósiles, John Woodward tuvo un enfoque más práctico, estableciendo los seres de los fósiles como habitantes de un mundo antediluviano. Este era un detalle importante porque solían creerse que los fósiles eran bromas de la naturaleza, huevos de pez elevados del interior de las montañas por vapores subterráneos o algún tipo de semilla o germen que crecía en la tierra.
Argumentaban que las aguas del diluvio habían destruido el mundo, disolviendo las montañas secundarias y creando un nuevo paisaje al decantarse los sedimentos. En estos habrían quedado enterradas las criaturas antediluvianas. Esto desembocaba en varios problemas. Para empezar, de dónde salió tanta agua y a dónde fue tras acabar la catástrofe. Thomas Burnet señalaba al abismo primordial como origen y destino, pero también se apuntaba las cataratas celestiales, vinculadas al jardín del Edén, que necesariamente quedaba por encima de las aguas. Gregorio Piccoli del Faggiol calculó que el agua necesaria para cubrir la Tierra sería 266 veces menor al volumen del planeta, por lo que tendría una caverna de estas dimensiones en su interior para almacenarla. Una alternativa es que se hubiera producido una rarefacción del agua que hubiera incrementado su volumen, pero simultáneamente habría impedido la flotabilidad del arca o incluso la eliminación de los pecadores y la disolución de las montañas. Otro conflicto fue la distribución de los fósiles. Si hubiera sido un desastre puntual, todos los fósiles debían estar en el mismo nivel, pero estaban repartidos en distintos estratos.
Aquello que se deducía por un análisis bíblico era refutado por la propia experiencia en el campo. Leonardo da Vinci se servía de ejemplos accesibles para indicar los agujeros del diluvianismo. En la orilla de los ríos y mares, se podía comprobar la distribución de los sedimentos en base a su tamaño, siendo los más pequeños los que flotaban. Los ríos siempre circulaban desde las montaña al mar, no en sentido opuesto, necesitándose una fuerza desorbitada para ascenderlo hasta las montañas, más si cabe para los corales anclados en la roca en el fondo del mar. Incluso las tormentas más fuertes no hacían más que arrastrar a las criaturas más pequeñas y estas no solían quedar lejos de la orilla. Por último, si se hubieran disuelto las montañas, al acumularse los sedimentos, los metales, más densos, habrían quedado en su base, pero muchas minas se encontraban en zonas altas.
Los diluvianistas ignoraron estas conclusiones o se adaptaron, pero la situación volvía a repetirse. Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña. Si no había posibilidad de arrastrar a criaturas pesadas o ancladas del fondo marino a la montañas, se cambia las condiciones para hacerlo posible. Una conclusión lógica es que, en vida, estas criaturas eran más ligeras, pero sigue sin explicar el desplazamiento del coral. Otra es que, en el tiempo que duró el diluvio, sus larvas llegaron a las montañas y tuvieron tiempo de crecer, pues en las aguas turbias habrían buscado la luz en las zonas más altas. A los bivalvos se les atribuía la capacidad de acumular aire y emerger, pues se creía que así llegaban a los cascos de los barcos. Esto entraba en contacto con el punto conflictivo de la estratigrafía. La distribución en varios estratos de los fósiles, unas veces de manera homogénea y otras no, sirvió para explicar que las aguas turbulentas del diluvio eran responsables de su posición caótica. Sin embargo, la observación indicaba que estos cambios debían ser lentos, durando siglos. Era más compatible con un mar estable que con unas lluvias. Aparte de esto, el diluvio arrojó agua dulce, por lo que era incoherente señalar depósitos de sal en las montañas como prueba de él.
El poder de la iglesia fue un freno del antidiluvianismo, pues debían andarse con pies de plomo para no contradecir las sagradas escrituras. La omnipotencia divina y la inescrutabilidad de sus designios también servían de defensa permanente. A pesar de ello, las pruebas no se podían ignorar. Los especímenes en los distintos estratos sugerían que habían ocurrido varios cataclismos, por lo que los figuras como George Cuvier explicaron que el diluvio universal era únicamente el último de ellos. Dios habría destruido su creación y comenzado de nuevo. Carlos Linneo opinaba que el monte Ararat habría tenido hábitats para todas las criaturas del arca, distribuyéndose entre la fría cumbre y zonas bajas más cálidas según el clima al que estuvieran adaptadas.
A finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, el diluvianismo daría sus últimos coletazos. Nos encontramos en una época donde se descubren grandes mamíferos y dinosaurios, se introduce el concepto de extinción, James Hutton explica la distribución de las rocas en la superficie terrestre a través del plutonismo y Louis Agassiz introdujo el concepto de las glaciaciones. Como ocurrió con la clasificación de los animales, la ciencia logró desvincularse de la religión. En el ámbito popular, estas creencias permanecerían más tiempo, pero siempre con fecha de caducidad gracias a la educación. Desgraciadamente, el absurdo contrarianismo que ensalza la ignorancia puede amenazar con traer el diluvianismo de vuelta.
Fuentes
- Romano, M. (2018). Italian Diluvianism and antidiluvianism within the international arena: the great debate that lasted more than six centuries. Proceedings of the Geologists' Association, 129(1), 17-39.
- Ziggelaar, A. (2009). The age of Earth in Niels Stensen’s geology (Vol. 203, pp. 135-142). Geological Society of America Memoir.